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lunes, 11 de marzo de 2013

11 de marzo de 2004


Hoy es 11 de marzo.
Nueve años después seguimos sin saber qué mano negra accionó el detonador que llamaría a la muerte para segar más de dos centenares de vidas. Doscientas vidas arrancadas con violencia, grabando un mensaje de miedo en cada extremidad que quedó huérfana por amputación en el suelo. Un mensaje de odio y violencia que aún hoy rechina en la estación de Atocha y El Pozo cuando el tren pasa.
Un mensaje de odio y violencia injustificados, dirigido contra las abejas y no contra las abejas reina. Unas mochilas que cargaban con odio en vez de con cultura que lo mitigase. Unas mochilas que se llevaron por delante no solo a los pasajeros, sino a todas las familias y allegados también. Ese día no murieron doscientas personas. Murieron dos mil o tres mil contando con los que viven muertos aún hoy día.
Pero ese día también renacieron otros cientos o miles. Ese día renacieron todas los que llegaban tarde y perdieron ese tren que les convenía. Los que se tiraron el café del desayuno encima por andar adormilados, a los que se les olvidó algo y tuvieron que volver a por ello, a los que su mascota ese día les hizo pis en la alfombra o jugó con los mandos del garaje hasta que les agotó las pilas y no pudieron sacar el coche sin invertir el doble de tiempo.

Toda esa gente renació porque llegaron tarde y nunca llegaron. Parte de ellos viajaba con los pasajeros que estallaron en pedazos con el tren. Parte de ellos sentía que habían hecho un quiebro a la muerte. Habían ganado la lotería de la vida.

Ese 11 de marzo todo un país quedó a la escucha de la onda expansiva de terror. La ciudad de Madrid ofreció su carne y su sangre con voluntarios trabajando a base de sangre, sudor y lágrimas. Con carne que no volvería a ser la misma aunque ellos fueran vivos entre los muertos. Ofreció su sangre con donaciones de sangre.
Un esfuerzo demente por reparar lo irreparable.

Aún hoy solo queda una pregunta flotando como el fantasma de todos los ausentes. Una pregunta que recorre los andenes como un viento cálido y hace mirar con resquemor cualquier objeto perdido. Una pregunta que ha marcado una generación, una generación que ese fatídico día se olvidó de respirar mientras retransmitían a personas de mirada vidriosa y heridas múltiples, sentados, llorando, al lado de mantas reflectantes de las que asomaba un pie descalzo. 
Mientras retransmitían el dolor de una sola pregunta: ¿por qué?.

3 comentarios:

  1. Despierto de golpe. Aturdida miro qué hora es. Alrededor de las 7 de la mañana. ¿Por qué me he despertado?.

    Poco a poco mi cerebro empieza a subir las persianas y escucho la voz de un presentador de informativos. Tienen la televisión puesta en mi casa, y eso no es común. Intento entender lo que está contando. Habla de atentado, de muertes, de trenes. Mientras mis ideas se amontonan e intentan ordenarse escucho el sonido de una ambulancia. No es la televisión. Esa ambulancia esta en la calle, esta pasando por debajo de mi casa. No entiendo nada.

    Continúo ordenando pensamientos y sensaciones mientras sigo escuchando con atención la voz del presentador. Oigo hablar de la estación de El Pozo. También hablan de Atocha. Y de Santa Eugenia.
    De pronto lo entiendo todo. Lo que decía la televisión, el por qué de mi repentino despertar, el por qué de que en mi casa tuvieran no solo el aparato encendido sino con tanto volúmen. El por qué de los sonidos de las ambulancias bajo mis pies...

    Tenía 13 años. Aquel 11 de Marzo de 2004 yo tenía 13 años. Ese abrupto despertar y ese caos en mi cabeza no lo olvidaré nunca. Entender en apenas unos minutos que la muerte, la violencia, el terrorismo y el pánico estaban a tan solo unos minutos de mí fue demasiado.
    Pronto empezaron a llegarme mensajes y llamadas de amigos y conocidos preguntándome si estaba bien. Si mi familia estaba bien. Si habíamos cogido alguno de esos malditos trenes, si la mierda y el dolor nos había salpicado de alguna manera.

    El silencio se apoderó de las calles de mi barrio. Durante días nadie tenía ganas de hablar ni de sonreír. Algo tan normal como coger un tren se convirtió en un acto de valientes. El miedo nos había invadido a todos.
    Recuerdo acercarme a la estación y ver aquella especie de altar en memoria de los fallecidos. Recuerdo la tristeza que ese pequeño rincón emanaba. Recuerdo tener que contenerme las lágrimas cuando entre aquel grupo de papeles, velas y flores, encontré el peluche de algún niño que se había deshecho de él junto a una nota que condenaba lo que allí había pasado. Tan desolador como emocionante. Tan real como injusto.

    Yo tenía 13 años y difícilmente olvidaré jamás esas sensaciones, esas imágenes grabadas a fuego en mi retina. ¿Olvidará aquel niño o niña ese peluche que abandonó como símbolo de 'basta ya'?.
    Por muchos años que pasen, y por mucho que crezcamos, ya nada ni nadie nos devolverá esa parte de nosotros que se fue con los vagones que explotaron y todas las vidas truncadas en ese instante. Nadie nos borrará esas huellas. Y, lo peor de todo, es que parece que tampoco nadie nos dará jamás explicaciones.

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  2. El odio nunca lleva a nada y desde su resultado ni consuela ni hace sentir bien a nadie porque quien lo alberga por desgracia no se sacia si no que una vez que lo proyecta tiene más y más y más sufrimieento sin sentido quiere generar.

    No parece que se quiera aprender la lección y no queda otra que seguir insistiendo en las terribles consecuencias que ello puede conllevar y que no lleva a NADA

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    1. Cuánta razón, Pixel. El odio es un sentimiento destructivo y vacuo sin duda alguna, pero los humanos somos así; tropezamos con lo mismo mil quinientas veces...
      Por cierto, me alegra verte por aquí ;)

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